Asomada a mi balcón, el del tercer piso, donde suelo fumarme el cigarrito de media mañana –ese que mi abuela llamaba, con toda su sinvergonzonería de fumadora seria “el que despeja la mente”– me atormento observando el paisaje. Ambos, tanto el vicio de fumar como el de salir al balcón y mirar hacia abajo son suicidas, ya lo sé, pero qué hacer cuando al viejo hábito se le unió éste de escudriñar los movimientos de la calle. Cada mañana –y en este orden– aspiro, me asomo y me sorprendo siempre con el mismo panorama. Son pocas las variantes que ofrece, pero tan expresivas que siempre me transforman la rutina en espectáculo. Nunca faltan las pilas de basura en las aceras, esas a las que, en un serio ejercicio que intenta equiparar esta vista a un paisaje rural, llamo médanos. Compuestas por los mismos materiales, sólo cambian su extensión, su altura o el espacio que ocupaban en relación a ayer. No las mueve el viento, son alimentadas por unos brazos furtivos que salen de los edificios; des
De pronto empiezo a sentir pesada tú no presencia. Un extraño hormigueo en el cuerpo me lleva a aborrecer todos los caminos existentes a casa. Ninguno me lleva a ti. O a un lugar que se parezca a ti, o que te haya visto caminar por sus calles, que te haya oído hablar, en el que hayas dejado la más mínima huella de tu aroma en el aire flotando a la espera de que alguien pase, se detenga a olerla con suma añoranza y le otorgue un nombre, un rostro, y al hacerlo te reconozca. Ninguna de estas calles me lleva a ti. A veces suelo creer que si elijo otra ruta de regreso, alterna a la ya conocida por mis pies que parecen tener memoria, quizá un atajo, otro autobús, quizá si doblo una calle antes, encuentre un camino nuevo con semáforos, y edificios, y arboles, y señales de tránsito que sepan a ciencia cierta de tu existencia. Que comprendan la utópica urgencia por hallarte sin hallarte. Como queriendo reconocerte en otras cosas, en otro cuerpo que no es tu cuerpo, en otra especie que n
Aquella noche, nuestros cuerpos fueron uno solo. Adentrados, piel con piel en tu habitación, mientras afuera llovía a cántaros sin cesar. El clima era perfecto para recordar que la cama no sólo sirve para dormir. Tu, luciendo mi camisa de botones con sensualidad. Yo, perdiéndome en el vaivén de tus caderas. Afuera el mundo lloraba. Adentro nuestro mundo nacía. Encendimos la hoguera de la pasión al ritmo del calor de las velas. No había espacio, ni tiempo, ni momento para las palabras. Creamos un nuevo idioma a punta de caricias. Afuera un mundo tapado y con tapujos. Aquí, adentro, empapados de amor nuestros cuerpos desnudos. Bendito sea el que hizo el amor, y benditos nosotros que ahora lo rehacemos. Bendita tu piel, y tu muslos, y tu espalda. Bendita la manera en que amarras tu pierna a la mía. Bendita la exactitud de tus pechos. Bendito tu ombligo del que bebo tu deseo. Bendita la curva de tu espalda en la que corren mis dedos. Bendita sea esta cama, estas paredes, este techo, que
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