Asomada a mi balcón, el del tercer piso, donde suelo fumarme el cigarrito de media mañana –ese que mi abuela llamaba, con toda su sinvergonzonería de fumadora seria “el que despeja la mente”– me atormento observando el paisaje. Ambos, tanto el vicio de fumar como el de salir al balcón y mirar hacia abajo son suicidas, ya lo sé, pero qué hacer cuando al viejo hábito se le unió éste de escudriñar los movimientos de la calle. Cada mañana –y en este orden– aspiro, me asomo y me sorprendo siempre con el mismo panorama. Son pocas las variantes que ofrece, pero tan expresivas que siempre me transforman la rutina en espectáculo. Nunca faltan las pilas de basura en las aceras, esas a las que, en un serio ejercicio que intenta equiparar esta vista a un paisaje rural, llamo médanos. Compuestas por los mismos materiales, sólo cambian su extensión, su altura o el espacio que ocupaban en relación a ayer. No las mueve el viento, son alimentadas por unos brazos furtivos que salen de los edificios; des...
De pronto empiezo a sentir pesada tú no presencia. Un extraño hormigueo en el cuerpo me lleva a aborrecer todos los caminos existentes a casa. Ninguno me lleva a ti. O a un lugar que se parezca a ti, o que te haya visto caminar por sus calles, que te haya oído hablar, en el que hayas dejado la más mínima huella de tu aroma en el aire flotando a la espera de que alguien pase, se detenga a olerla con suma añoranza y le otorgue un nombre, un rostro, y al hacerlo te reconozca. Ninguna de estas calles me lleva a ti. A veces suelo creer que si elijo otra ruta de regreso, alterna a la ya conocida por mis pies que parecen tener memoria, quizá un atajo, otro autobús, quizá si doblo una calle antes, encuentre un camino nuevo con semáforos, y edificios, y arboles, y señales de tránsito que sepan a ciencia cierta de tu existencia. Que comprendan la utópica urgencia por hallarte sin hallarte. Como queriendo reconocerte en otras cosas, en otro cuerpo que no es tu cuerpo, en otra especie que n...
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