Utopías para merendar : La ciudad de los mutantes por Ana Black

Asomada a mi balcón, el del tercer piso, donde suelo fumarme el cigarrito de media mañana –ese que mi abuela llamaba, con toda su sinvergonzonería de fumadora seria “el que despeja la mente”– me atormento observando el paisaje. Ambos, tanto el vicio de fumar como el de salir al balcón y mirar hacia abajo son suicidas, ya lo sé, pero qué hacer cuando al viejo hábito se le unió éste de escudriñar los movimientos de la calle. Cada mañana –y en este orden– aspiro, me asomo y me sorprendo siempre con el mismo panorama. Son pocas las variantes que ofrece, pero tan expresivas que siempre me transforman la rutina en espectáculo.
Nunca faltan las pilas de basura en las aceras, esas a las que, en un serio ejercicio que intenta equiparar esta vista a un paisaje rural, llamo médanos. Compuestas por los mismos materiales, sólo cambian su extensión, su altura o el espacio que ocupaban en relación a ayer. No las mueve el viento, son alimentadas por unos brazos furtivos que salen de los edificios; desmayan en mantener intacto este, su paisaje urbano.
Sí logro ver ¡y con que frecuencia!, a los juachuseros. Son los que escupen en la calle, los que no pierden ni el paso ni la compostura mientras practican el admirable arte de arrancarse –pareciera que del alma– todo aquello que les medio estorbe. El jjjjju-á preparatorio lo arrastran, lo suenan, lo proclaman; después y sin detenerse a apuntar lanzan el concluyente ¡chú! que termina su tortuoso recorrido estrellado en cualquier parte… y ahí queda. Me pregunto siempre si al vecino de la acera, el que duerme todo el día en su colchón renegrido y se levanta al atardecer –supongo que para salir a trabajar– no le habrá caído alguna vez uno de estos juachuses impertinentes en su ecológico habitáculo.
Me maravillan los motorizados quienes –no me la calo, pana, mediante– deciden sortear el tráfico maniobrando a toda velocidad por las aceras. Más me sorprende que no haya nadie, ni siquiera esa madre cuyo hijito estuvo a punto de hacer su primer vuelo interurbano bombeado por la moto, que no agarre a éstos especimenes inextinguibles de nuestra fauna citadina y los espachurre a su vez contra la primera gandola que vea, que las hay, y muchas.
Abundan como ñúes en el Serengueti los fabricantes del compos urbano, los que lanzan a la calle, sin contemplación, todo lo que les estorbe, no en el alma esta vez, sino en las manos. Esos van dejando su rastro de servilletas, pitillos, vasitos plásticos, latas de refresco, colillas de cigarros, envoltorios de galletas y hasta pañales desechables, sucios claro, sin sospechar que ese al que consideran el camino a casa, es la propia casa.
Para enterarme de cómo está la situación en la avenida, sólo tengo que estirar el cuello y agudizar el oído. Si la tranca es fuerte y el corneteo furibundo sé que todos los buhoneros están instalados, que debe haber hordas de peatones cruzando a cualquier altura (que para ellos eso del paso cebra no es más que un desvarío de algún alcalde con alma de artista cinético) y sin respetar –¿sin qué?– ¡respetar!, el semáforo. Allí estarán algunos conductores preguntándose qué hacer y los que sí lo saben, intentando atropellar a los licenciosos, a los habilitantes, a los que se inventan la ley.
Ya fumado el cigarrito que me iba a despejar la mente, entro. Vuelvo a mis actividades con la certeza de que, al menos hoy, no se detuvo el proceso. Seguimos mutando. Nuestra adaptación al medio sigue siendo exitosa.
2 diciembre 2001
Ana Black

Comentarios

Maria ha dicho que…
Necesito un análisis de la cuidad de los mutantes

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